LA CRIPTA DEL TESORO
… los espíritus de los desalmados aún custodian el botín y aún pelean
y se oyen gritos (como de tucanes) y disparos
y de noche se oye un jalar de cadenas, como levando
/anclas.
Apalka
Ernesto Cardenal
Me llamo Alejandro Bravo Serrano y me he ocultado durante algún tiempo es este barrio de Managua tratando de escapar de una cita inaplazable. Los otros hace tiempo que cumplieron con su destino.
Fui un joven apocado. La lectura constituía toda mi diversión. Novelas de caballería, relatos de cowboys, baratas novelas pornográficas, las aventuras de Pimpinela Escarlata y las peripecias de Sandokan llenaban mis noches. En una tienda de libros de segunda mano conocí a los otros. Uno de ellos era forzudo, no muy alto, cabellos oscuro y mentón firme, como los héroes de las novelas que constituían mis desvelos. El otro era alto y desgarbado, cabello castaño claro, aunque de una fortaleza física fuera de lo común, adquirida gracias a los ejercicios de tensión dinámica del famoso forzudo Charles Atlas, cuyos folletos eran distribuidos en el país por el escritor Sergio Ramírez. Eduardo Miranda se llamaba el forzudo, Claudio Wheelock el otro. Iniciamos una fructífera amistad. Soñamos con aventuras comunes, compartimos héroes y villanos, romances y batalles.
Una tarde Claudio llegó como loco a mi casa agitando un viejo papel amarillento. Era un manuscrito muy antiguo redactado en un inglés elegante y desusado, como el que usó Shakespeare para los parlamentos de sus obras. Limpiando la bodega de su casa se encontró con un viejo baúl. Su imaginación se desbordó. Recordó que en nuestros locos sueños le habíamos hecho descendiente de un pirata escocés, por su tez blanca y su apellido sajón. Forzó la cerradura del viejo baúl y se encontró con una cantidad de trapos viejos, daguerrotipos desvaídos de sus ancestros y una pequeña arca de latón, cuya cerradura de tan oxidada fue imposible abrir. Claudio se armó de un fuerte destornillador y rompió la arqueta. Premiando sus sueños estaba el viejo pergamino amarillento que agitaba ante mis ojos. Llamamos por teléfono a Miranda y nos pusimos a estudiar el pergamino. Con la ayuda de un diccionario y los conocimientos rudimentarios que todos teníamos de la lengua inglesa, pudimos descifrarlo parcialmente.
El papel daba la localización de un cementerio donde la hermandad de piratas que gobernó la Isla de Tortuga, enterraba a sus muertos. En un incierto lugar de la costa atlántica de Nicaragua quedaba el enterradero. Imaginamos, como en las páginas de La Isla del Tesoro, a nosotros tres encontrando la tumba de un viejo pirata colmada de relucientes doblones, un par de pistolones y un sable fiel con el nombre del dueño de la sepultura grabado en su hoja. Nada más le pudimos sacar al documento.
Aquel papel era el hallazgo más importante de nuestras vidas, el seguro pasaporte a la fama y la riqueza. No podíamos arriesgarnos a compartirlo con nadie. Con sólo el brillo de nuestros ojos, sin hablarlo, estábamos estableciendo un pacto. El documento había cambiado nuestras vidas. Nos unía más profundamente que cualquier otro vínculo convencional. Convenimos en que teníamos tiempo de sobra. Por causa de nuestra juventud, los padres respectivos no nos permitirían tomar los azarosos caminos que llevaban a la costa atlántica. Era además una soberana locura buscar una tumba en un territorio de trece mil kilómetros cuadrados. Repartimos el trabajo para cabalmente descifrar el documento y encontrar la sepultura. Nos concentramos en terminar los estudios de secundaria. Desde entonces nos especializamos en determinadas áreas del conocimiento. Yo me dediqué con ahínco a perfeccionar el conocimiento de la lengua inglesa. Claudio a leer mapas, a manejar el sextante y la brújula como si fuese un experimentado navegante del siglo XVII y Miranda se especializó en la geografía y las costumbres de las gentes de la costa atlántica. Así, cuando terminamos los estudios preparatorios, yo ingresé en la escuela de traducción que regentaban los jesuitas en la capital; Claudio, quién era el custodio del documento, a estudiar el papel a la luz de los conocimientos recién adquiridos.
Atrás había quedado la adolescencia. Éramos jóvenes impetuosos, seguros de que teníamos un destino muy superior a l manada de petulantes que compartían con cada uno las aulas universitarias, y para quienes un seguro empleo, el regazo cuasi maternal de una esposa, el crédito en ciertos almacenes comerciales y una casa comprada a plazos eran los ideales de la vida. Nada queríamos con esa gentuza conformista. El tesoro y la fama serían nuestros. Comprendimos en que debíamos de permanecer célibes. La dulce esposa tarde o temprano secaría de nuestros labios el secreto y el temor natural la llevaría a obligar al esposo hablador a desistir de nuestro magno proyecto, o si era ambiciosa, involucraría a un familiar suyo en la aventura, lo que daría al traste con nuestra logia e introduciría el desastre en nuestro proyecto. Y nos veíamos lidiando con un Long John Silver en versión criolla. Hicimos entonces un terrible juramento secreto que nos ataba más fuertemente. Nada de boda, nada de amantes permanentes, abandonar casa y familia el día que el tesoro lo demandase o una muerte dolorosa a manos de los otros miembros de nuestra secta.
El 27 de noviembre de 1975 nos reunimos en mi casa, no en la de Claudio, para tratar de descifrar el documento. Ya para entonces yo había terminado mi carrera de traductor y me había especializado en literatura inglesa del siglo XVII. Claudio trabajaba en unos astilleros de New England y Eduardo había hecho estudios sobre varias tribus que se creían perdidas en la manigua colombiana. Nos encerramos en mi habitación, en el segundo piso de mi vieja casa, en Granada, con una magnífica vista del Gran Lago de Nicaragua y la azulada cima del volcán Concepción.
Empecé por traducir el documento. Era la crónica del marinero inglés John Roach, nacido en Whitehaven, en el condado de Cumberland, en 1748. Embarcado en la goleta Bessie, en enero de 1770 al mando del capitán Woodhouse, se dedicó junto con los demás miembros de la tripulación a comprar mulas, vacas y esclavos a los nativos de la costa. Cincuenta leguas al Oeste de Nombre de Dios, un violento temporal destrozó la goleta y el marino Roach logró salvarse asido a un madero. Llegó a una gran bahía, en la que desembocaba un río caudaloso, de cuyas aguas bebió. Al despertar de un profundo sueño, se encontró rodeado de salvajes, quienes le hicieron su prisionero. Durante ocho años deambuló por la selva como prisionero de los indígenas, realizando las más indignas labores, comiendo las más detestables comidas, participando en rituales que repugnarían el alma del cristiano más endurecido. Finalmente Roach logró escapar de sus captores y caminó con rumbo al Norte, llegando a otra gran laguna donde se encontró con otra aldea nativa, cuyos habitantes eran amigos del hombre blanco. Por medio de uno de ellos, que sorprendentemente hablaba la lengua inglesa, supo que los de la aldea traficaban con buques que perennemente arribaban a esas costas. Los blancos les suministraban mosquetes, pólvora, cuchillos, machetes, telas y ron. Obtenían zarzaparrilla, carne, carey e indios de otras tribus, que los de la aldea salían a capturar para venderlos como esclavos. Roach ignoraba lo que ocurría en la lejana Europa. Nada sabía de los avatares de la cambiante realidad política del Viejo Continente. En ocho años muchas cosas pudieron haber pasado y los blancos de esos barcos bien podían ser enemigos de la Corona Inglesa. Así que cuando Roach avistó las velas de un bergantín, corrió a esconderse en la jungla. Cuando les oyó hablar en la lengua del Dr. Samuel Jhonson casi se desmayó de alegría, corrió a encontrarse con los blancos que conversaban con los principales de la aldea. Eran tan largas sus barbas y cabellos, estaban sus ropas tan hechas jirones que su aparición sorprendió a los europeos. Preguntó atropelladamente a qué barco pertenecían, quién era su capitán, cómo estaban las cosas en Inglaterra, por su Whitehaven natal. Lo llevaron a bordo del bergantín, cortaron sus cabellos, afeitaron sus barbas, le dieron comida caliente y ron, contestaron entonces sus preguntas.
El nombre de bergantín era Resolute y su capitán el francés Ravenau de Lussan. La tripulación estaba compuesta por ingleses, holandeses, franceses y un español renegado. Se dedicaban al honrado oficio de asaltar buques españoles y llevarse el oro de sus sentinas para la Isla Tortuga. Allí, la Hermandad que gobernaba la isla, asignaba una parte de lo obtenido a cada pirata, un tercio de lo robado era para la Corona Inglesa, que protegía la piratería, pues le resultaba un conveniente aliado en la guerra que libraba con España. Las cosas en Inglaterra no estaban mal. No había vuelto a ocurrir ninguna epidemia, tampoco incendio alguno volvió a destruir Londres, el Parlamento no se había rebelado contra el Rey. Si lo deseaba podía enrolarse en la tripulación o lo podían llevar a Tortuga y allí decidir con qué buque corsario dedicarse al lucrativo negocio de cortar gargantas españolas. Roach no lo pensó mucho, agradecido con sus salvadores se unió como marinero a la tripulación del Resolute.
Empezó su carrera. El tiempo transcurrido como esclavo de los salvajes le había llenado de odio contra el mundo, era despiadado y duro. En poco tiempo se distinguió entre sus congéneres. Llegó a contramaestre de su buque. Al cabo de dos años capitaneaba una goleta, a la que puso por nombre Leviatán, por su afición a l lectura de la obra de Thomas Hobbes. Formó parte de la Hermandad que gobernaba Tortuga y en una ocasión tuvo la oportunidad de visitar el cementerio. Había muerto por enfermedad uno de los miembros de la Hermandad. Los piratas que morían en combate eran arrojados al mar, los simples marineros servían de alimento a los peces. Pero los grandes, los gobernadores de Tortuga eran puestos en salmuera y llevados a enterrar, junto con tesoros a un lugar secreto. En esa ocasión el muerto era John Steele, nacido en Workington, Inglaterra, que comandaba el bergantín Nancy. Murió de unas fiebres tercianas en manos de su amante, la pelirroja Mary Adams. La Hermandad dio a la mujer la tercera parte de la fortuna del muerto, otra parte le envió a su familia, hasta Workington y la última fue llevada para el sepelio. En el navío de Roach enrumbaron hacia la Costa de Mosquitos y en un punto cercano a Tuapí, la aldea donde Roach mismo fue rescatado, desembarcaron solamente los miembros de la Hermandad en una chalupa.
“Al llegar a la costa nos estaba esperando un grupo de indígenas. –Decía el texto de Roach -. Conversaron en voz baja con De Lussan, quien era el Jefe de la Hermandad. A una orden del cacique varios indígenas cargaron el cuerpo del infortunado Steele. Caminaron un buen rato entre palmeras, árboles de pan, palos de hule, mangos enormes como catedrales, chillidos de monos, gritos de guacamayas y tucanes, el ronco sonido del perezoso, el chirrido de mil chicharras. Llegamos después de dos horas de marcha a la vega de un hermoso río. Montamos en un picantes que los indios sacaron de un escondite, donde los tenían tapados con unas enormes hojas. Navegamos en buen rato con sentido favorable a la corriente hasta que llegamos a una gran laguna. Nos dirigimos a la ribera Oeste de la misma, los indios eran buenos remeros. Llegamos a un fondeadero, visible sólo para el que conoce bien el terreno. Los indios aguardaron en los picantes. Se reflejaba temor en sus rostros. Caminamos unos quinientos pasos por la jungla espesa y llegamos al lugar. Unas cuantas cruces célticas indicaban la existencia de algunas tumbas. El terreno era bastante plano. Hacia el Oeste se alzaba una pequeña colina. Excavada en la ladera se hallaba la cripta. Me explicaron que inicialmente se enterró a los miembros de la Hermandad en las tumbas individuales que había visto señaladas por las cruces. Luego la Hermandad decidió construir la cripta…”
La narración se cortaba de pronto. Era imposible trascribir el resto. Eduardo encontró suficiente información en el texto para ubicar el cementerio. Con su impresionante “curriculum” académico presentaría un proyecto a un Organismo No Gubernamental que le permitiera viajar a la zona de Tuapí, conversar con los ancianos, investigar la región y luego con los datos recabados, planear la expedición de los tres al cementerio. Claudio, Por su parte, viajaría a Puerto Cabezas, averiguaría sobre las condiciones materiales de la región. Buscaría cómo rentar una panga y vería si allí podíamos abastecernos de todo lo necesario para la expedición en las tiendas del puerto o si tendríamos que llevar nuestros bastimentos desde la capital. Nos volveríamos a reunir en seis meses en un hotel de Managua, donde Claudio estaría hospedado. Ni siquiera nuestros familiares más cercanos deberían de sospechar nada, de manera que trataríamos que todo se desarrollara de la manera más normal posible.
Esos seis meses fueron de agitación interior para mí. Una compañera de trabajo demostró interés en mí. Yanky de origen judío, chaparrita, pelo negro, atractiva. Sacrifiqué el romance en aras de la aventura.
Cuando regresaron Claudio y Eduardo nos reunimos en la fecha convenida. Miranda había obtenido la información que nos permitiría localizar la cripta. Se dedicó en los meses que pasó en la costa a preparar un estudio sobre las relaciones de los miskitos con los piratas ingleses. Viajó a Jamaica para obtener mayor información de los archivos históricos. Los escritos de Esquemeling, Drake, Morgan, del holandés Pata de Palo, pasaron ante los ojos de eruditos de Eduardo Miranda. Los ancianos de Karatá le contaron que sus abuelos hablaban con temor del cementerio de ingleses que estaba en algún lugar de la laguna. Eso circunscribía nuestra búsqueda a una sola laguna, ubicada en el Norte del litoral atlántico de Nicaragua. Claudio Wheelock por su parte, informó que en Puerto Cabezas despertó muchas sospechas su preguntadera. Nos podían vincular con el tráfico de armas destinadas a los rebeldes anti-somocistas, daríamos con nuestros huesos en la cárcel y las certeras torturas de los agentes de seguridad nos arrancarían el secreto que por tantos años habíamos guardado. El tesoro de los piratas terminaría en las bolsas de algún oficial de la Guardia Nacional. Había viajado entonces a Bluefields, al Sur de la Costa y allí había localizado un yate mediano, apto la navegación fluvial, e incluso par la de cabotaje. Lo más seguro era viajar por vía aérea desde Managua a Bluefields, alquilar allí el yate, aperos de pesca, viajar por el canal intercostal hasta la laguna de Karatá, donde buscaríamos el cementerio. Los pretextos de nuestro viaje eran la pesca y la cacería.
Tardamos quince días en dejar arreglados nuestros respectivos asuntos, en mentirle a nuestras familias sobre la excursión de pesca y caza, en comprar los alimentos enlatados, los mosquiteros, el repelente contra insectos, las botellas de whisky y otras cosas que nos acompañarían.
Llegamos a Bluefields en un destartalado DC-3 de LANICA, la compañía aérea del Dictador. El yate que alquilamos pertenecía a una compañía pesquera, también propiedad de Somoza. Mil negros en el muelle se nos ofrecieron como pilotos o marineros del yate. El vocinglerío de los que pedían trabajo, jalándonos el creole musicalmente como si fuera un calipso en las bocas de los bluefileños. Declinamos cortésmente las ofertas, contestándoles en inglés.
Nuestro antropólogo nos había advertido de las diferencias culturales entre Atlántico y Pacífico y de lo ofensivo que resultaba hablar castellano por aquella zona.
Claudio había inspeccionado muy bien el lugar. Se había hecho de buenos mapas, así que sin problema algunos remontamos el río Escondido y en un punto tomamos el canal intercostal. El camarote del yate estaba bastante cómodo. Tenía cuatro literas, una pequeña cocina, un refrigerador y un minúsculo cuarto de baño, de manera que los tres días de navegación entre Bluefields y nuestro destino lo pasamos muy bien. Desfiló ante nuestros ojos la maravilla de Laguna de Perlas, el caudal sonoro del río Grande, la jungla bulliciosa que crece en las márgenes del Prinzapolka, laberintos de caños y lagunas, lagunas que desembocan en otras lagunas, bandadas de aves que alzaban vuelo al oír el motor del yate, manadas de monos curiosos que brincaban en las copas de los árboles siguiendo nuestro rumbo, venados en la lejanía, loras refulgentes como esmeraldas con alas. De noche cuando fondeábamos en algún lugar para descansar eran otros los animales: rugían a lo lejos pumas en la oscuridad, atrevidos los pocoyos volaban casi sobre nuestras cabezas y los mosquitos invadían el ambiente. Al cuarto día de navegación llegamos al poblado de Karatá. Atracamos en un pequeño muelle. Eduardo desembarcó solo. Fue muy bien recibido. En los seis meses que pasó en la zona aprendió a hablar miskito. Habló con los ancianos y les entregó obsequios que había llevado. Luego nos llamó para que desembarcáramos. Pasamos ese día en el poblado. Apreciamos la paz con que viven los miskitos, su integración con la naturaleza, su sabiduría elemental. Comimos mejor que en cualquier banquete principesco: langosta fresca cocinada con aceite de coco, un arroz muy bien sazonado y fruta de pan. Eduardo dijo que habíamos venido en excursión de caza y pesca. Gentilmente declinó decenas de ofertas de lugareños para servirnos como guías. Al día siguiente partimos en busca del cementerio pirata.
Bordeamos la costa Sur de la extensa laguna, revisando la zona pulgada a pulgada con los poderosos prismáticos que llevábamos. Dos días gastamos en ese recorrido. Cuando se acercaban algunos pipantes de pescadores, fingíamos pescar, saludábamos alegremente y les obsequiábamos algo para que se alejaran. Al tercer día el antropólogo nos dijo que creía tener localizado el sitio del embarcadero de que habla el documento de Roach. Eran como las tres de la tarde cuando desembarcamos. Nos internamos en la jungla tupida. Rápidamente perdimos el sentido de la orientación. Recordé la descripción que Roach hacía del lugar. Claudio me hizo ver que de poco servía recordar al pirata, en ciento cincuenta años la jungla debía haber cambiado la fisonomía del lugar y a lo mejor se había tragado la cripta del tesoro. Seguimos lentamente buscando alguna orientación para dar con el cementerio. Serían como las cinco de la tarde cuando escuchamos un grito triunfal de Claudio: “¡Muchachos, encontré una de la cruces célticas!”. Corrimos hacia el sitio y vimos a Claudio con rostro sonriente mostrando entre las raíces de un gigantesco palo de hule, la parte superior de una cruz. Estaba tan deteriorada que era imposible leer la inscripción. Pero el hallazgo de la cruz era una señal alentadora de que estábamos sobre la pista. La luz del día era muy tenue para continuar la búsqueda. Hicimos marcas con machete en los árboles para señalar el camino y regresamos al yate. Esa noche tuvimos una pequeña celebración.
Desayunamos copiosamente la mañana siguiente. En una mochila llevamos comida enlatada. Piocha, pala y pico en mano, machete al cinto, nos trasladamos al lugar donde encontramos la cruz. A partir de ella empezamos a limpiar de maleza el terreno a punta de machete. A las dos horas de estar rozando, las manos se nos habían llenado de ampollas, el contacto con el machete era una tortura. Claudio dio con otra cruz. Estaba caída y su inscripción era legible: “Robert Ferguson. * Bristol, June 12, 1761, + Roatán, january, 28, 1778”. Ese descubrimiento nos dio nuevos bríos y trabajamos con ahínco, pese al terrible dolor que sentíamos en las manos llagadas. Por la tarde teníamos limpia una extensión como de una hectárea. Nos dimos un descanso para comer. Devoramos varias latas de atún, una barra de pan y tomamos muchas gaseosas. Continuamos con el trabajo como a eso de las cuatro. De nuevo Claudio fue el afortunado y dio con elevación en el terreno. Gritamos de alegría. Emprendimos la labor de macheteros con una energía sin límites. Serían como las cinco de la tarde cuando dimos con la entrada de la cripta. La luz solar se había atenuado. Discutimos brevemente si valía la pena esperar hasta el día siguiente para penetrar o si lo hacíamos inmediatamente. Los tres convinimos en que era preferible buscar cómo penetrar de inmediato y si era necesario trabajaríamos de noche en el interior, alumbrados por las potentes lámparas Coleman que llevábamos en el yate. A Claudio le correspondió el honor de dar los primeros golpes de pica en la entrada de la cripta.
La puerta de hierro que daba acceso estaba enmohecida por el paso del tiempo. Los tres golpeábamos furiosamente atacando los goznes sobre los que estaba montada. Al cabo de media hora cayó con gran estruendo, levantando una nube de polvo que casi nos ahogó. Desde dentro, se vino después del polvo una vaharada de tufo insoportable. Era el hedor de mil muertos, un aire malsano que denotaba perversidad, un aviso que los que allí estaban enterrados no debían de ser perturbados, pues una maldad no –humana podía levantarse y caminar sobre la tierra amenazando nuestra especie. Pasada la impresión, nos reímos de nuestros temores. La Hermandad de Tortuga había mandado a realizar un magnífico trabajo de mampostería. La cripta estaba excavada en la colina, sólo la puerta de hierro era el indicio que allí el ser humano había transformado la naturaleza. Después de la puerta una escalera inauguraba el descenso a las profundidades de la tierra. Hábilmente diseñados, unos respiraderos traían aire fresco al abismo. Luego de descender unos cinco minutos llegamos a un pasillo, donde, excavadas en los lados, como en las antiguas catacumbas, estaban las tumbas de los piratas. De ese pasillo salían otros, donde también había tumbas. El descenso lo habíamos realizado en competo silencio y cuando alcanzamos el pasillo solamente nuestros pasos resonaban en la oquedad de la cripta.
Leímos los nombres de los enterrados. La flor y nata de la piratería reposaba en esa cripta. Nombres que hicieron temblar Panamá y Portobello, que esquilmaron un tercio del oro que América enviaba a España, nombres que se escribían con sangre, que evocaban degüellos y violaciones, orgías y saqueos, vinculados a pactos con los poderse de las tinieblas, saqueadores de iglesias, tratantes de esclavos, profanadores de todo lo que significara sagrado en este mundo. Tomamos la piqueta y rompimos la que indicaba que los restos de Thomas Malet descansaban allí. Encontramos vacío el sepulcro. Los piratas, al igual que los faraones se habían protegido de los profanadores de tumbas. Supusimos que muchas de las tumbas estarían vacías, tendríamos que romperlas todas para dar con las verdaderas. Tomamos un descanso. Sentados en un pasillo abrimos unas latas de sardinas y las devoramos con pan, la sed la calmamos con agua de soda. Procedimos a romper una por una las lápidas de la entrada. Todas vacías. Tomamos entonces el trabajo de romper las tumbas de uno de los corredores laterales. También vacías. Nos internamos cada vez más en el laberinto que era la cripta. Claudio, ingeniero previsor, fue levantando un mapa de la intrincada arquitectura de los pasillos. Sería cosa de medianoche cuando hicimos un alto para descansar. Eduardo se tomó la molestia de leer los nombres de las lápidas que íbamos a romper: todas las celebridades de la piratería se congregaban en ese pasillo: Henry Morgan, Francis Drake, el Olonés, Esquemeling, Ravenau de Lussan, Quyrin Spranger, el sevillano renegado Antonio Acosta, Boudewijn Hendricks. Cuando llegó al fondo del pasillo, Miranda emitió un grito corto y fuerte: ¡JOHN ROACH! Nos precipitamos a la tumba de nuestro conocido y querido bucanero. Los tres empuñamos picas o piochas y rompimos la que indicaba que nuestro amigo había fallecido en 1793. Cuando limpiamos los escombros vimos relucir el oro. Nos precipitamos a tomarlo. Alhajas valiosas, esmeraldas y rubíes a montón, doblones de oro y plata, macuquinos, pesos fuertes, barras de oro. Todo el tesoro que a sangre y fuego extraían los españoles de las entrañas de la tierra americana y que a sangre y fuego había cambiado a las manos de John Roach y sus congéneres estaba ahora al alcance de nuestras manos. Reímos como dementes, bailamos, nos colocamos las alhajas. Un aire fétido flotaba en el ambiente. Dejamos una diadema adornado la pelada calavera de Roach. Pusimos el tesoro en una mochila y rompimos otra tumba. Claudio se preocupó por encontrar la ruta de salida, mientras Eduardo y yo nos dedicábamos a romper más tumbas y a recoger más oro. Claudio tomó el mapa que habíamos elaborado, una linterna y se fue en busca de la escalinata.
Al poco rato escuchamos un grito corto y ahogado. Corrimos al sitio de donde provenía el ruido. Encontramos a Claudio en uno de tantos pasillos, alelado. Contemplaba un punto con fascinación, como un pajarillo contempla a la serpiente que lo va a devorar. Cuando llegamos a su lado le sacudimos para sacarlo de su estupor. Señaló con mano temblorosa el punto de su fascinación. Vimos, en un rincón de un pasillo, distinto de los que habíamos recorrido, a un esqueleto en una posición grotesca, vistiendo jirones de ropa antigua, como del siglo pasado y empuñando en una de sus manos descarnadas un doblón español de oro. Las paredes del pasillo estaban decoradas con frescos que detallaban actos siniestros: matanzas, violaciones, misas negras, pactos demoníacos, relaciones carnales de piratas con súcubos. En un detalle especialmente vívido. Barba Negra ofrecía el corazón de un niño, que yacía a sus pies abierto en canal, a un demonio y a cambio recibía la bandera negra con el emblema de la calavera al centro y las dos tibias cruzadas. En la pared, frente al fresco estaban grabadas las palabras NON OMNIS MORIAR (No moriré del todo). Unos pasos nos sacaron de nuestro estupor. No nos detuvimos a averiguar qué o quiénes deambulaban por la cripta. Yo encabezaba la marcha aferrando una de las mochilas que contenían alhajas. Los otros iban detrás. No supe cuánto corrí, no cuántas veces pasé por el mismo pasillo o por pasillos idénticos de ese infernal laberinto. El terror que invadía mi espíritu era tal que no atinaba a otra cosa que acorrer alocadamente buscando la salida. Los pasos de mis amigos resonaban detrás de mí. Detrás de ellos resonaban los otros pasos. Pasos de seres cuyo andar no era e este mundo, pasos que rezumaban maldad, pasos que buscaban venganza, pasos de una crueldad infinita. Gané la escalera que apareció ante mis ojos providencialmente. Subí con desesperación. Entonces escuché detrás a mis amigos gritar aterradoramente. No volví la vista. Supe que no los volvería a ver jamás. Logré salir de la cripta y busqué el camino al yate para escapar de ese horrendo lugar lo más rápido que pudiera.
Cuando llegué a orillas de la laguna un nuevo horror me esperaba que superaba en mucho las horas de espanto vividas en el interior de la cripta del tesoro. En medio de la laguna, chorreando agua por todos lados, lleno de un limo verdoso, fosforescente y maligno, emergía de las profundidades un viejo bergantín. Desde el castillo de popa hasta el mascarón de proa, desde lo alto del trinquete hasta las profundidades de la sentina, el buque reunía en su maderamen podrido y en los jirones de sus velas, una maldad ultraterrena. Su sola existencia era una profanación a la vida, un insulto a la serena luz de las estrellas. Aferrados a las jarcias, agarrados de las barandillas del espantoso barco aullaba una pandilla de piratas. A la luz de una luna gibosa pude ver sus rostros descarnados, sus carnes putrefactas y comprendí el sentido de la macabra sentencia que estaba escrita en el pasillo del fresco. Ese no moriré del todo tenía un sentido literal.
Corrí como enloquecido hacia la selva, espesa. No me importó que las espinas rompieran mis ropas y laceraran mis carnes. No tenía rumbo fijo. Sólo la idea de escapar de ese lugar monstruoso. No supe cuántos días vagué por la selva, ni dónde fue que me encontraron desmayado unos compasivos miskitos que me llevaron hasta su comunidad y me cuidaron. Luego me dijeron que tenía una fiebre altísima y que deliraba hablando de fantasmas.
Regresé a Managua. La mochila con alhajas la conservo intacta. Vivo pobremente en un barrio donde trato de ocultar mi existencia. Sé que los piratas me buscarán para recuperar el oro maldito, que les pertenecerá para toda la eternidad.
Alejandro Bravo
1 de julio de 1994