EL SONTIN

El relato de una historia que ocurrió en las calles de Masaya.

Tenía tres meses de haber construido mi casita al fin de la adoquinada, cerca del barrio del muelle, por donde ahora está el mercado nuevo, el que le dicen de Masaya. Allí instalé un saloncito cervecero, mitad cantina, mitad comedor popular con algo de mini pulpería. El Pogi me sugirió que le pusiera “Bar Fried Chicken”, por la especialidad de titiles empanizados que hacía mi mujer para boquitas. Cuando me hice cliente fuerte de la compañía cervecera, los del camión me trajeron el rótulo. Buscando como clavar el anuncio estaba cuando una araña grande y peluda me rozó la mano. Dejé el trabajo para perseguirla. Se metió en una rendija del dintel. Con el desatornillador traté de matar al animal metiendo la herramienta en el agujero. Allí fue que saltó la cosa, algo, something, somzing en creole y degenerando fonéticamente en sontín. Era un como bolsito de tela negra, pequeño, del tamaño de un escapulario, con un olor indefinible. Lo metí en una bolsita plástica y agarré para la casa de mi mama.

La señora podrá no haber ido a la universidad y no haber leído mucho en su vida, pero de esos mates no hable compadre, se las sabe todas. Apenas le enseñe el sontín lo agarró, lo pesó, lo “huelió”, lo sacudió.

-Es cosa de mujer- dijo. – Y es de los malos.

Tenemos que ir a buscar a alguien que sepa bastante de esto. – Y se metió a su cuarto hablando sola. Le oí algo de prender candelas a Nuestra Señora del Rosario y de hablar con una parienta suya.

A los dos días se apareció por mi casa. Ya había localizado a alguien que podía neutralizar el efecto del sontín. Debía de acompañarnos mi mujer. Agarramos para el lado del barrio del muelle. Entramos en un callejón todo lodoso y paramos en una casa. No estaba tan maltratada como las demás de por allí. Al grito de ¡Buenos días! En la puerta apareció una mulata descomunal. Enfundaba sus caderas en un bluyín marca chiclets, que estaban de gran moda en esos días, los melones de sus pechos parecían reventar la blusa que llevaba anudada a la cintura. Mi mama se adelantó y le dijo algunas palabras en tono bajo, luego se voltió y me señaló.

-Pasen pues- dijo la mujer, franqueándonos la entrada. Nos sentamos en la salita y mi mama le enseño el sontín. Cuando lo vio la mulata se persignó.

-Esto es cosa mala- dijo con aires de sabiduría, su ceño fruncido denotaba preocupación. Igual que hizo mi mama, la mujer lo huelió, lo pesó, lo sacudió. –Esto es cosa de mujer y de mujer vaga, que no busca nada bueno para él, que quiere desbaratar su matrimonio, acabarle su plata, acabarle su negocio. Quiere verlo en la calle, primero se tiene que tomar un agua santa para limpiarlo por dentro de cualquier efecto que pueda estarle haciendo. Después tiene que venir solo para que le haga un sahumerio el viernes que viene al mediodía y por último quemamos el “sontín”. –Se levantó como dando por terminada “la consulta”. No quiso agarrar pago alguno. Me dio una botella con agua recomendándome tomar tres tragos antes de cada comida y rezando tres credos después de ingerido el líquido.

* * * * *

Las dos mujeres iban subiendo en silencio. El sol de la media mañana golpeaba fuerte. Ya habían dejado atrás las calles bajas y fangosas del barrio del muelle. Cuando llegaron a la adoquinada una de ellas quedó viendo la casita de madera donde un letrero de latón de cerveza Victoria anunciaba pomposamente “Bar Fried Chicken” y sus ojos brillaron alegremente. Hizo girar el paraguas que la protegía del sol como si fuera una hélice y dijo a la otra:

-Ya llegó, hermana. Llegó con su mama y la espantosa de su mujer. Me lo llevaron ellas dos. Vieras la cara que puso cuando le expliqué lo del sontín. Cuando se repuso del susto me preguntó cómo hacía para librarse del maleficio. Parecía un perrito moto. Me daba una lástima verlo todo acongojadito. Una ternura bien grande que me dolía aquí adentro y ganas de apretarlo contra mi pecho y decirle “si no es nada papito, yo te voy a proteger de ese y todos los sontines del mundo”.

La otra arrugó la cara y le contestó:

– Yo no sé que le ves al Pedro ese. Nada del otro mundo es. Chaparrito más bien. No tiene mala cara, pero para mí es un retaco. A mí me gustan los hombres grandes, como el Roberto Wilson ese que trabaja en el proyecto de Waspam. A vos te puso loquita el mentado. Desde que se pasó al barrio y puso su salón cervecero a vos se te ha metido que el hombre va a ser tuyo. Y ni te de determina. Entre la Juventud Sandinista, su mujer y el salón cervecero no tiene tiempo para andar enamorando a nadie. Bien seriecito lo veo yo.

Pasada la zona de los cines se subieron a la acera de tambo de las casas para salvarse del solazo y siguieron la conversa.

– Pues no te creas Marlené. Es ojo alegre. Me come con la mirada cuando paso frente a su negocio.

– Si es así se comerá con la vista a toda la que pase. Pero sólo con eso. Porque su mujer lo cela como una tigra. Yo la miro capaz de pegarle una arrastrada a cualquiera a la jodida esa. Yo de vos no me metía a clavo.

– Clavo es el que me va meter Pedrito- dijo la Esther mientras jugaba con su paraguas y se sonrió con sonrisa picara.

Las dos mujeres suspendieron su conversación mientras se internaban en las callejuelas lodosas del Mercado Municipal de Bilwi, Puerto Cabezas.

* * * *

Cuando llegué a casa puse la botella en lugar seguro y seguí las recomendaciones de la maga al pie de la letra. Tantos cuentos había oído sobre “sontines”. Hombres fuertes como guayacanes que se habían adelgazado hasta quedar como briznas de hierba, mujeres que habían perdido la razón por un “mal” que les hizo una rival de amores, gentes que había muerto de manera inexplicable, a quienes los doctores de Managua no habían podido diagnosticar enfermedad alguna, pero que se revolcaban de dolor en sus lechos de muerte como si un sapo brincara en sus barrigas. Con cada trago de la botella y cada credo rezado me sentía protegido.

El viernes del sahumerio, al despertar, estaba nervioso. La misma sensación que sentí en la mañana de mi primera comunión. Algo desconocido y trascendental pasaría en mi vida al cabo de unas horas. Faltando un cuarto para las doce me puse en camino. Llegué puntual a la casa de la mujer. No parecía haber nadie cuando llamé. Nadie atendió. El corazón se desbordaba en mi pecho. Llamé nuevamente. La mujer apareció en el dintel. No lucía los jeans apretados de la última vez. Una amplia bata de casa ocultaba sus formas generosas. Desilusionado por la ausencia de estímulo visual me concentré en el emocionante encuentro con las fuerzas del más allá.

-Pase, pase – dijo ella con premura mientras volvía a ver para todos lados. – ¿vino solo? – Preguntó con voz segura. – Si alguien de su familia lo siguió o cualquier otra persona se echa a perder la “limpia” – advirtió con tono preocupado.

– No se preocupe. Vine solo como usted recomendó. No quiero que me pase nada malo. A mi mama le dijeron que usted es muy buena en esto. Que trabaja con la magia blanca. – Hablaba por hablar, las manos me sudaban. En las penumbra del cuarto podía apreciar los rasgos del rostro de la mulata. Finas las líneas del mentón, carnosos los labios sin llegar a ser bembona, frente pronunciada, el pelo lo llevaba en trenzas de rastafarian con chaquiras de colores en las puntas. Sin gota de maquillaje. El calor de mayo, que no dejaba de oír los atabales de sus lluvias, nos tenía bañados de sudor.

– ¡Quítese la ropa! – ordenó. Se fue a un rincón del cuarto a preparar el sahumerio. Yo me quedé en calzoncillos. Volvió su mirada al centro de la habitación donde yo me encontraba y al verme en paños menores me dijo con voz de trueno: – ¡ oda!

Muy apenado me quité, el último trapo. –Súbase a la mesa – me ordenó. Puso en una radiograbadora un cassette con música de sólo tambores y empezó a dar vueltas en torno de la mesa donde yo me encontraba encaramado. Invocaba a Dios, a santos conocidos y a un tal Changó y una tal Yemayá. Se agitaba como posesa. Yo observaba con mucha curiosidad. Los movimientos del baile de la mujer eran bastante sensuales. Recordé sus formas dentro del apretado bluyín.

De repente se paró frente a mí y se puso la cazuela de barro que contenía unos cuantos carbones encendidos de los que brotaba el humo espeso del incienso y las otras cosas que allí chisporroteaban. – Abrí las piernas – ordenó la sacerdotisa – y yo obedecí sintiendo como me envolvía el humo. Era como si me estuvieran vistiendo en nubes, subiendo el humo por mis piernas, acariciando mis muslos, sobando mis testículos y lamiendo el cetro de mis placeres. Cerré los ojos e imaginé que le humo que me envolvía eran caricias de la hechicera adorable que tenía enfrente. La orden del cerebro no se hizo esperar y el árbol de mayo se irguió en toda su extensión en la plaza de la fiesta. Sin más adorno que las venas azulosas que lo recubrían como los festones de colores de los bailantes que ornamentan el may-pole, así se presentó a la maga. Sentí de pronto un calor húmedo que envolvía al ídolo pagano. Un tributo que pagaba alguna enloquecida bacante, besos ardorosos y locos que lo recubrían, respiración jadeante y ansiosa. Abrí los ojos y vi a la maga y a su lengua hacer pases mágicos en torno al glande triunfante. Escultura erótica del templo hindú de Khajuraho, cuadro vivo del Kama Sutra. No pude resistir por más tiempo su loca succión amorosa y solté la esencia vital de mi vara mágica. Tembloroso me bajé de la mesa y rodé con ella por los suelos para pagar con mis besos entre sus muslos abiertos el acto de magia que ella obró en mí. Horas más tarde cuando nos cabalgábamos la oí decir entre las risas y suspiros del orgasmo “ay sontín, ay sontín”.

Alejandro Bravo

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