La gorda desparramaba su cuerpo en la amplia cama que ocupaba casi todo el cuarto del prostíbulo, las lámparas de aceite y los espejos daban la impresión que tenía varios sexos y muchas tetas, que se acariciaba lascivamente, el olor dulzón de algún incienso adormecía la voluntad, ¡Ven! Te daré placer como nunca has sentido. Mantuve firme el timón de mi voluntad y seguí caminando por el estrecho pasillo, se abrió otra puerta, una bella mujer se desnudó ante mí, lentamente se acostó en la cama y con sus dedos abrió la gruta de su sexo. Un remolino de pasiones agitó mi mente. Leí su nombre grabado en la puerta del cuarto: CARIBDIS. En el cuarto de la gorda leíase ESCILA. Busqué a mis hombres por todo el lugar. En el salón principal un grupo de chicas que se hacían llamar “Las Sirenas” cantaban tan mal, que más valía taponarse con cera los oídos para no escucharlas.
Habíamos tenido que guarecernos en una ensenada de esa isla debido al mal tiempo que encontramos apenas dos días después que abandonamos Troya. Nos había ido muy bien en la famosa urbe de los teucros. Eran gente fatua, cegada por la riqueza de su ciudad y orgullosos de la leyenda que la yeguada de Ilión fue un regalo de Zeus a Tros, padre de Ilo, fundador de la urbe y de ellas descienden los famosos caballos que son en mucho su estandarte.
Conocedor de la historia busqué a Epeo, el mejor carpintero de Fócide y encargué la estilizada y gigantesca escultura de un caballo de madera, que pudiera caber desarmada en la bodega de mi cóncava nave. El sabio artista realizó el pedido por unos cientos de dracmas de plata, me proveyó además de un dibujo del caballo una vez ensamblado y del instructivo para hacerlo. Con eso en mi poder enfilé para el Helesponto en busca de la riqueza.
La corte de Príamo era esplendente. El rey había luchado contra las amazonas en su juventud, tenía fama de sabio y justo, pero era un negociante temible. Al cabo de diez días de negociaciones llegamos a un precio. Instruí a sus mejores carpinteros siguiendo la guía que me suministrara Epeo. Al finalizar el trabajo el caballo se alzaba majestuoso en la plaza principal de la ciudad. Los troyanos se entregaron a tres días de fiesta, organizaron carreras de sus famosos caballos en la llanura frente a ciudad, las que contemplamos desde el palco del rey, un lugar privilegiado en las murallas que se decía que habían sido construidas por los mismísimos dioses, Poseidón y Febo, para Laomedonte, el abuelo del rey.
Partimos cargados de riqueza, no sin antes haber comprado un trípode para adornar el templo de Poseidón. Cuando llevábamos dos días de navegación se desató la furia del mar. Uno de los hombres, aterrado gritaba que la tormenta se debía a la ira del dios porque no compraron el trípode que les indiqué, sino uno más barato y se gastaron el dinero sobrante en vino y mujeres. Sacrificamos un cabrito al dios, para aplacar su ira, prometiéndole la sangre de un toro al llegar a tierra firme, amarramos a los culpables al mástil de la nave y los azotamos, cesó entonces la tormenta y apareció la isla. No estaba marcada en ninguna de las cartas de navegación conocidas
Atracamos en una ensenada, nos adentramos en un denso bosque y en el claro de un valle se alzaba la mansión de piedra donde moraba Circe, la dueña de un gran prostíbulo. Estamos en la isla de Eea, dijo Palinuro, el timonel que de noche sabía leer las estrellas para fijar la ruta en el proceloso mar. No aparece en ninguna carta de navegación porque aquí vienen los piratas a vender el producto de sus correrías, los ladrones de tumbas de Egipto vienen aquí a buscar compradores, la dueña de este lugar una tal Circe se ha hecho fama de maga, lo que en verdad tiene es una red de espías y marchantes en todos los puertos. Aquí se saben los chismes de la corte de Hattusa, capital del imperio hitita y antes que nadie conoce las intrigas palaciegas en Nínive o Babilonia.
Me entrevisté con la bella mujer, de pelo negrísimo que encuadraba un rostro perfecto adornado con una boca que invitaba al beso, le dije que quería reparar mi barco y mandó a varios de sus trabajadores, expertos carpinteros de ribera a realizar la obra, me ofreció fuerte vino tracio y terminamos haciendo el amor en sus aposentos.
Mientras mis hombres se convirtieron en verdaderas bestias, unos como cerdos dedicados por completo a la comida y la bebida, otros fornicando como machos cabríos, yo mismo sin bajar del tálamo de la dulce Circe, comiendo, bebiendo y dedicado al erotismo sin límite de tiempo, hasta que recordé mi casa, el color del mar desde la ventana de mi habitación, a mi pobre esposa acosada por los acreedores, tejiendo tapices para venderlos y mantener la casa hasta mi regreso. Abandoné entonces el lecho y le comuniqué a Circe mi decisión de regresar a Ítaca, de dulce mujer pasó a convertirse en una fiera que pretendía cobrarse la reparación del barco, todo el vino y la comida que habíamos consumido mis hombres y yo, le puso precio hasta el último fornicio que en la aurora de rosáceos dedos habíamos tenido en su lecho, en suma, quería dejarnos como esclavos, quedarse con la nave y el tesoro en ella oculto.
Fui reuniendo a mis hombres, tratamos de salir, pero el gigantesco guardián de la única entrada al lupanar llamado Polifemo, armado con un tremendo garrote no quería dejarnos pasar. Con mucha astucia le di de beber unas copas de fuerte vino tracio al que le eché hojas de loto, una rara flor de cierta región del mundo poco visitada que producía ensoñaciones, le dije que iba a negociar con Circe, me procuré una estaca, la que clavé en sus ojos cuando estaba adormilado por efecto del vino y el loto.
Huimos hacia la ensenada donde estaba la nave, engañé a los carpinteros que la custodiaban diciéndoles que daríamos una vuelta alrededor de la isla para comprobar la calidad de las reparaciones, al llegar a cierta distancia los arrojamos al mar, calculando que pudieran alcanzar la costa a nado.
De mis hombres el que más problemas me dio fue un tal Homero, prácticamente lo tuvimos que arrancar de los brazos de la hetaira con la que ya convivía. Había bebido tanto que lo llevamos en volandas. Era hablantín y gustaba de recitar viejas historias alredor de una fogata o animaba un rato en una taberna con la rara historia de una guerra entre ranas y ratones. Presumía de aedo. ¿Quién sabe qué historia inventará cuando regresemos de este viaje?
Alejandro Bravo.
2 de mayo de 2022